
Empezaré por el final. Por eso de mitigar el dolor, contraer el estómago y volver a aprender a respirar.
Empezaré por el final, por ese punto y aparte que dejó el eco de tu ausencia, por tu lado vacío de la cama y por el frío que dejaste en mis pestañas. Así, sin más. Sin menos que un pretexto injustificado, sin más que una irrealidad paralela ambigua y disfrazada de patraña.
La vida de una persona está llena de finales. Unos deseados, otros temidos, otros tremendamente dolorosos y otros, inocuos. Pero siempre hay uno, un final que marca la diferencia. Un final que supone un punto de inflexión en la vida de cada uno de nosotros. Un era y un soy que enmarca de algodón nuestra alma. A veces ese final supone la pérdida de toda nuestra razón, de la cordura, de la realidad y de lo absurdo de vivir. Quedamos expuestos a un vacío tremendo, a unas ganas locas de desaparecer, a una inmerecida vuelta a empezar y a un siempre estaré a tu lado, que retumba como burla en nuestra cabeza. Podemos hacer dos cosas: quedarnos en estado de indefinido perenne, muriendo mientras vivimos -o bien- seguir adelante. Con lo que sea, como sea, pero seguir adelante. Créeme que ese final, ese final que marca un antes y un después en tu vida, solo será el principio de una nueva etapa: diferente. Totalmente diferente, en la que tendrás que aprender casi a caminar. En la que deberás afrontar el temor de las primeras veces. En la que aprenderás a lidiar con la tristeza y hacerte amigo y amiga de su ausencia. Y así, sin darte cuenta, volverás a respirar. Volverás a sentir como tus pulmones se llenan de aire fresco, y el sabor amargo irá desapareciendo de tu ya experto paladar. Y cuando el dulce sol vuelva a entrar en cada uno de los poros de tu cuerpo, sentirás, que hiciste lo correcto.
Final.
Como duele. Es como pasar un duelo. Es torturarse a preguntas que ya no tienen sentido responder. Tu intuición se quedó ronca de tanto chillarte. A veces, estamos demasiado sordos para ver con claridad y demasiado ciegos para escuchar a el saber del tiempo. Hay finales que intuyes, que desde un principio te invitan a pensar que tienen fecha de caducidad. Pero tú no quieres ver la etiqueta. Te engañas a ti mismo pensando que contigo, será diferente. Luego hay finales que te dejan completamente helado, cierras los ojos fuertemente y repites como si de un contar de ovejas se tratase «¿Dónde está la cámara? Por favor que sea una pesada broma de algún estúpido programa de televisión. ¡Venga va! Que ya no tiene gracia, así también me puedo reír yo» Vuelves a abrir los ojos perdiendo casi la consciencia y te das cuenta de que aquí, ni hay cámaras, ni programa de televisión que valga. Es el fin. Sin más. Sin un tiempo de adaptación válido, sin un «prepárate nena que ahí voy«, sin miramientos, sin nada más que la terrible y dolorosa decisión de tener que decir adiós. Por tu bien, por el mío. Por el de los dos. Aunque más bien por el mío ¡qué coño!
Hay ausencias que dejan un vacío que posiblemente, nunca conseguirás llenar. Un vacío desmesurado, que alimenta a hienas dispuestas a morderte, a hacer sangre de la sangre y a desvanecer lo poco que queda de tu dignidad. Lo que esas putas hienas no saben, es que tú, volverás a levantarte y volverás a ser más fuerte después de este final. Te lo aseguro. Y ellas seguirán siendo feas, destructivas y seres sin más vida que contar mentiras tralará.
Decide.
Yo decidí ser honesta, valiente, y amar la vida desde el corazón. Con eso creo que llega la felicidad, que aunque no siempre está presente, me permite a ratitos vivir en ese estado de plenitud máxima. Y cuando llega otro final, vuelvo a decidir lo mismo: ser honesta, valiente y amar la vida desde el corazón. Porque aún no ha habido nadie, que me haya quitado las ganas de seguir respirando. A ratitos sí, como la felicidad. Que viene y se va.
Deshice ese final que marcó un antes y un después en mi vida. Deshice poco a poco y con agujas de alfiler, ese horrible dolor que me consumía. El miedo a explicar lo inexplicable, el miedo a perder la confianza y la certeza en mí misma y que lo que yo había visto y sentido en primera persona de él, era cierto. Completamente cierto. «Te he visto por dentro y no brillas así» – visceral reflexión de Malú en una de sus canciones-.
Cuando conseguí librarme del final, corrí tan rápido como pude. Corrí, corrí en un camino que avanzaba y yo corría en un espacio de tiempo de retroceso. Seguía corriendo, mis músculos se endurecían, el sentimiento de tristeza ya no podía seguir mi frenético ritmo ¡yo era más rápida que él! La luz volvió a iluminar poco a poco mi rostro y yo seguía, seguía impertérrita corriendo, corriendo en un espacio de tiempo de retroceso. Cada vez era más joven, más bonita, más yo. Volví a reírme, volví a sentirme libre, volví a fluir con la vida mientras no paraba de correr. En cada gota de sudor fui dejando atrás todo lo malo, todos sus gritos, sus desprecios, sus malas formas y su empeño de querer hacerme creer que yo, era él vestido de mujer. Seguí, seguí y alcancé la cima de la montaña.
Y fue entonces cuando llegué.
Fue entonces cuando llegué al principio de la historia que marcó mi vida para siempre. Fue entonces cuando volví a verlo por primera vez. A mi príncipe. A esa persona que sin saberlo, cambiaría mi vida para siempre. A esa persona a la que amé como a nadie.
Llegué al principio, ¡lo conseguí! Ahí estaba, yo ya le conocía pero él, no tenía ni idea de lo que llegaríamos a vivir juntos de aquí en adelante.
Entonces, cerré los ojos. Guardé para siempre en mi retina todo lo bueno y en ese preciso instante, antes de que cayese rendida ante su belleza traviesa y pudiera encontrarme y clavar sus ojos magos en los míos, decidí embarcarme en otra puerta. Decidí facturar mis maletas en otra cinta, de la que ni siquiera conocía el nombre de su destino.
Decidí ser feliz.
Y decidí no volver a sufrir ese terrible final, nunca más.

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