El tiempo que no me di, tiene más de ti que de mí.

Ese tiempo inefable que no rechista.
La sonrisa marchita con la que bailo huérfana.
Los ojos desgastados de brillo realista.
La cama sin hacer porque la soledad, asfixia.

El tiempo que no me di ya no vuelve. Se desvaneció de entre mis dedos, buscando respuestas que ni el universo tenía. Dilapidé mis ganas sobrevolando un cielo que solo, me lanzaba balas. Acaté mis llantos, coleccioné tantas lágrimas que se hicieron estrellas. Esas esmeraldas que cada noche me recuerdan al mirarlas que soy fuente inagotable de luz. Aunque el tiempo que no me di, ya no vuelva.

El tiempo que no me di me pertenece. Antepuse las necesidades de los demás bajo la convicción suprema de que eso, era lo correcto. Mi silencio no importaba y en él, cuando tuve el valor de hacerlo, escuché cuanto me había abandonado. Cuanto de mí dejé por el camino y cuanto me había despreciado frente a aquel espejo que impávido me gritaba un abrazo.

El tiempo que no me di, te lo di a ti. Como si de un suspiro se tratase caminó descalzo y de puntillas para no hacer ruido. Sentado en aquel sofá donde las cortinas acariciaban el letargo de una vida que se desnudaba al ocaso.

Así fue como el tiempo que no me di, hoy me pertenece. Porque aunque el tiempo no vuelve jamás, sigue latiendo en segundos, en minutos y en horas. En esos instantes que dibujan versos de colores y verbos honestos.

El tiempo que merezco.
El tiempo que soy.
Y el tiempo que quiero ser.